Alejandro Garzón*
El desempleo no es solo una cifra económica, sino una herramienta poderosa que moldea y condiciona el comportamiento de la sociedad. Este flagelo, más allá de sus devastadores efectos inmediatos en la vida de las y los trabajadores, es utilizado como un arma para disciplinar a toda la clase obrera.
Cuando hay pocas oportunidades laborales, el miedo a perder el trabajo se convierte en un mecanismo de control. Este temor, a su vez, genera una dinámica perversa: las y los trabajadores, ante la incertidumbre, aceptan condiciones laborales cada vez más precarias, salarios más bajos y derechos cada vez más limitados. El desempleo, entonces, actúa como un látigo invisible que azota y silencia, que doblega la voluntad y la dignidad de quienes dependen de un salario para subsistir.
Este fenómeno no es casual ni una simple consecuencia de las fluctuaciones económicas. Es el resultado de políticas deliberadas diseñadas para mantener a la clase obrera en un estado de sumisión y vulnerabilidad. Las élites económicas y políticas comprenden que un trabajador con miedo es alguien más dócil, dispuesto a aceptar lo inaceptable, a ceder ante la explotación y soportar jornadas interminables sin quejarse.
El desempleo no solo castiga a quienes se encuentran sin trabajo; es una amenaza latente para toda los trabajadores y trabajadoras. Es un disciplinador social que perpetúa un sistema de desigualdad y explotación, que socava la solidaridad y refuerza la idea de que cualquier empleo, por mal pagado o indigno que sea, es preferible a la falta de sustento.
El desempleo no se reduce a simples números o una estadística que uno puede leer en algún indicador; sino que es un instrumento de control que siembra miedo y resignación en los corazones de quienes sostienen el país. Cuando se producen miles de despidos y aquellos que deberían defender los derechos, como los sindicatos o dirigentes sindicales, permanecen en silencio o actúan con tibieza, se refuerza una cultura de sometimiento. Este abandono de la lucha se convierte en una traición, dejando a la clase trabajadora desprotegida y despojada de la solidaridad que debería ser su mayor defensa.
El miedo al desempleo se convierte en una cadena invisible que ata a las personas, impidiéndoles exigir lo que por derecho les corresponde. Los poderosos usan esta herramienta para mantener un control férreo, explotando la inseguridad de quienes temen perder su sustento. Pero no podemos permitir que el desempleo sea el látigo que nos doblega. Es nuestra responsabilidad luchar con más fuerza, reclamar la erradicación de esta amenaza y construir un futuro donde el trabajo digno sea una garantía inquebrantable, pero a su vez es fundamental politizar a las y los trabajadores y elevar la conciencia de clase.
Por eso es crucial recordar que la verdadera fuerza radica en la unidad y en la lucha colectiva. No debemos ceder ni un centímetro ante quienes buscan utilizar el desempleo para dividirnos y debilitarnos. El camino es claro: alzar la voz, exigir nuestros derechos y no descansar hasta que el miedo sea reemplazado por la seguridad de que nuestra dignidad jamás será negociada ni pisoteada. La lucha por un trabajo digno es, y siempre será, una lucha por la libertad y la justicia.